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El
15 de enero era el cumpleaños de Celia. Su hermana Merce nos llamó un par de
semanas antes para invitarnos a la fiesta que iba a organizarle en su casa.
Sería una reunión familiar; solo estaríamos su madre, sus hermanos, sus
cuñados, sus sobrinos, sus tíos, sus primos y, por supuesto, su hijo, Carlitos.
Merce seleccionó fotos de Celia, las amplió y las colocó en el espejo que
cubría una de las paredes del salón. Preparó comida, se aseguró de que hubiera
suficiente bebida y compró una gran tarta de chuches, la favorita de Celia, con
gominolas y nubes de colores.
Cuando
llegamos, todas las habitaciones de la casa estaban iluminadas y había un
trajín de saludos y besos, abrigos y bolsos para guardar, platos que salían de
la cocina y un barullo de voces en el salón.
-Toma,
Merce, dos tartas de limón. -Le tendí la gran bolsa de plástico que Antonio, mi
marido, había llevado con cuidado en el regazo durante el viaje en coche.
-Gracias,
prima. Podéis dejar los abrigos en el dormitorio, es el último cuarto a la
izquierda. -Merce señaló el pasillo antes de entrar en la cocina.
Por
la puerta abierta, vi cómo colocaba nuestra bolsa en una mesa redonda junto a
otras de tamaño similar de las que su marido, Paco, iba sacando croquetas,
tortillas de patata, empanada… Merce nos había pedido a todos que lleváramos un
plato de comida.
En
el salón no cabía un alma.
Mi
primo Vicente charlaba con uno de sus cuñados junto a la puerta. Antonio le
tendió la mano, que desapareció dentro de la de Vicente. Con sus casi dos
metros de estatura y cercano a los doscientos kilos, parecía uno de los colosos
de Memnon.
Apenas
había espacio libre entre los muebles. Me abrí paso entre primos, hermanos y
sobrinos, que hablaban animados. Aunque mi padre y mi tía eran hermanos, los
nueve primos éramos físicamente muy distintos, ellos tan altos y corpulentos y
nosotros, diminutos. Sin embargo, si prestabas atención, descubrías rizos,
narices y hasta delgados colmillos similares. Una misma constelación familiar.
E igual que, en la inmensidad del espacio, las estrellas de una constelación
pueden estar a cientos de años luz unas de otras, los primos nos queríamos y,
al mismo tiempo, éramos completos desconocidos. Habíamos veraneado juntos
cuando éramos niños; habíamos ido al mismo colegio; habíamos compartido a los
abuelos; habíamos brindado en las bodas; pero, desde hacía tiempo, apenas nos
veíamos. De hecho, habían pasado dos años y medio desde la última vez que nos
reunimos todos. También en aquella ocasión fue en una fiesta por Celia, para
celebrar que los médicos le habían asegurado que no tenía cáncer.
Una
semana después, Celia recibió una llamada del hospital: el diagnóstico anterior
había sido precipitado. Tenía un linfoma no Hodgkin y, para combatirlo, tuvo
que someterse a un trasplante de médula. Cuando salió del hospital, ya curada,
se divorció, se cubrió la cabeza calva con turbantes de vivos colores y empezó
a buscar trabajo. Ya no llevaba turbante cuando se convirtió en representante
de una marca norteamericana de cosméticos. Nos reunió a las primas en casa de
mi madre y nos hizo una demostración. Se había teñido los rizos diminutos de un
color cuyo nombre yo nunca había oído, «violín», e iba maquillada con esmero.
Nos dio unas diademas de plástico rosa para que nos apartáramos el cabello del
rostro y nos enseñó a exfoliarnos la cara y las manos antes de mostrarnos sus
productos estrella. Iba de una a otra con un espejo en la mano, mientras abría
tarros circulares y frasquitos de colores, ligera y risueña como si una alegre
música de violines escapara de sus rizos.
Antes
de salir de casa para ir a su fiesta de cumpleaños, estrené una de las cremas
que le había comprado, una vaselina que prometía aumentar el volumen de los
labios. Al extenderla, sentí un cosquilleo que luego desapareció y me dejó la
boca levemente enrojecida.
Al
fondo del salón, sentada en un tresillo, estaba mi tía. Sobre las rodillas
tenía un plato de comida sin tocar. La besé y me senté en el asiento libre que
había a su derecha.
-¿Cómo
estás?
Ella
se encogió de hombros, con expresión ausente.
A
su izquierda, mi madre y mi prima Teresa charlaban. Teresa llevaba uno de los
vistosos turbantes de su hermana. A Celia, con sus pómulos marcados y sus ojos
almendrados, le iban tan bien que la llamábamos La Jequesa. Teresa, más
voluminosa, parecía una sultana. Me sonrió y se metió el dedo índice bajo la
tela para rascarse.
-¿Te
pica? -le preguntó mi madre.
-Una
barbaridad. Me está naciendo el pelo y me llevan los demonios con la picazón. A
ver cómo crece, espero que no me salgan los mismos rizos que a Celia…
-¡Que
no te oiga tu tío Andrés! -replicó mi madre, mientras Teresa se reía con
aquella risa contagiosa que tenían también sus hermanas Merce y Celia-. Cuando
yo lo conocí, tenía la cabeza llena de caracolillos, y bien guapo que era.
Sonriendo,
con un plato de jamón serrano en la mano, mi hermana Lola se acercó a nosotras.
-Se
han comido la mitad por el camino, esto es lo que he podido salvar -bromeó,
mientras dejaba el jamón sobre la mesa.
El
rostro de mi madre se iluminó.
-Hija,
saca las fotos de tu niño. Ya veréis lo bonito que es -dijo con orgullo.
Lola
sacó el móvil del bolsillo del pantalón y desplazó el dedo sobre la pantalla
para localizar a Yuri. Teresa se puso en pie, curiosa por conocer al pequeño.
-¿Cuándo
lo traes de Siberia?
-Espero
que para verano ya esté aquí. -Mi hermana detuvo por fin el dedo, golpeó
levemente la pantalla y apareció un bebé rubio, de piel clara, rostro redondo y
ojos negros. El móvil fue pasando de mano en mano.
-¡Ay,
qué guapo es! -exclamó mi tía, sonriendo por fin-. Se parece a Carlitos.
Al
oír su nombre, el hijo de Celia, que jugaba en el suelo, levantó un instante la
cabeza.
-Eso
mismo dijo Celia cuando le enseñé la primera foto que me enviaron -asintió
Lola.
El
nombre de Carlitos sonó de nuevo en el salón, pero esta vez a gritos.
-¡Eh,
Carlitos, ven! -En una esquina del cuarto, junto a la puerta, sus tíos le
hacían señas para que se acercara. Había empezado a sonar la pegadiza música de
Gangnam Style.
Al
ver que todos le mirábamos, Carlitos frunció el ceño.
-¡Venga,
Carlitos, demuéstrales cómo bailas! -le animó Vicente.
Una
sonrisa iluminó la cara del niño, que fue sin protestar hacia donde le
reclamaban.
-¡Será
bandido! -se rio mi tía.
Nos
levantamos para seguirle. Él también aparecía en las fotos que cubrían el
espejo como un gran mural. Allí estaba, en brazos de Celia, el día que nació. A
sus seis años, tenía la misma cara que entonces. Frente al espejo había un
ordenador encendido; en la pantalla saltaba el rechoncho cantante coreano con
sus gafas negras. Carlitos extendió los brazos, cruzó una muñeca sobre la otra
y empezó a bailar. Con su cuerpo gordezuelo y su cara redonda, parecía una
versión diminuta del cantante. Le jaleamos y aplaudimos entre risas y, cuando
acabó, se escabulló con sus primos pequeños fuera del salón. Salí detrás de
ellos.
Los
fumadores se habían refugiado en la cocina y charlaban en torno a la mesa con
su cigarrillo y una copa de vino. Pasé de largo hacia los dormitorios. En el
pasillo colgaban los retratos de mis abuelos. Los dos sonreían; él, con
sombrero ladeado y ella, con peineta y mantilla. La Guapa de Torrijos y El
Marqués, como les llamaban en el mercado donde trabajaban. Eran dos fotos
pintadas y enmarcadas, tal como se hacía antiguamente. Retocadas y coloreadas
con pincel, el photoshop de la época. El fotógrafo les había dado un barniz
dorado y parecían brillar como estrellas, las más antiguas de nuestra
constelación. Ambos habían muerto de cáncer, aunque cuando hablábamos de mi
abuela, que solo había sobrevivido a su marido un año, decíamos siempre que
había muerto de pena.
-Son
bonitas, ¿eh?
La
voz de Lola me devolvió a la luz, las conversaciones, el humo, las risas. No
había espacio para lamentaciones aquella noche. Estábamos celebrando una
fiesta. Sonreían nuestros muertos y sonreíamos nosotros, charlando, bebiendo y
comiendo. Haciendo vida, vivos y muertos.
Lola
había levantado su iphone a la altura de los retratos para fotografiarlos.
Del
cuarto donde estaban los niños salían los gritos de una pelea. Merce se
apresuró a abrir la puerta:
-¿Qué
pasa aquí? ¡Venga, todos fuera, que vamos a soplar las velas!
Los
niños corrieron al salón justo para ver cómo colocaban sobre la mesa grande la
tarta de chuches, con sus flores azucaradas de colores y los palos rojos de
regaliz. Encima había dos velas encendidas con la cifra 43. En el ordenador
sonaba ahora Camarón.
Merce
y Paco trajeron copas para brindar, pero aún no habían descorchado el champán
cuando mi cuñado Liam extrajo de una bolsa un micrófono y un altavoz que
enchufó a una de las tomas que había en la pared.
-Hello,
hello, hola, hola -dijo y sopló en el micrófono, pero este no sonaba. Tras
varios minutos tocando clavijas y conexiones, Liam retiró el micrófono y se
dirigió a nosotros-: No importa, me oís bien, ¿verdad?
Todos
lo mirábamos con curiosidad. No sabíamos muy bien qué iba a suceder, pero Liam
es inglés y a los ingleses se les concede siempre el crédito de la
excentricidad. Solo mi tía no le prestaba atención, pendiente de Carlitos y sus
primos pequeños, que jugaban en el suelo con los platos de tarta a medio comer
abandonados sobre la alfombra. «Mi niño», musitó.
Liam
alzó ligeramente la voz para que todos lo escucháramos con claridad:
-Hoy
nos hemos reunido para rendir homenaje a Celia.
Un
súbito silencio se hizo en la habitación. La pantalla del ordenador parpadeaba
encendida, pero ahora sin sonido.
-Aunque
yo nací en Londres -continuó Liam-, mis padres son de Irlanda y allí es
tradición que cuando alguien muere, la familia y los amigos se reúnan para
cantar y beber. Bueno -se rio-, los irlandeses bebemos mucho.
El
acento inglés de Liam y su actitud afable y jovial daban a sus palabras un tono
casi infantil e inofensivo y todos nos reímos con él. Mi prima Teresa se colocó
el turbante, que, con la risa, había resbalado hacia atrás dejando al
descubierto la piel desnuda del cráneo.
Liam
era el primero en mencionar en voz alta la muerte de Celia. Miré a hurtadillas
a mi tía, la única que iba vestida de negro. Hacía apenas un mes que su hija
pequeña había muerto. Ella no se reía.
Un
año después del trasplante de médula, a Celia le empezó a picar la piel. El
linfoma había reaparecido y ella ingresó de nuevo en la Unidad de Trasplantes
de Médula Ósea del hospital Gregorio Marañón. Los médicos le advirtieron que
las posibilidades de sobrevivir a la segunda operación eran muy pequeñas. Celia
firmó el consentimiento e inició el tratamiento como quien se adentra en un
espacio de ceniza y oscuridades. En los ratos en que se quedaba sola en su
habitación, escribía con un bolígrafo azul en una hoja cuadriculada suelta, que
luego escondía en el cajón de la mesilla. Cuando entró en coma, sus hermanos
tomaron el relevo de su lucha. Habían encontrado la cuartilla y leído con
emoción su contenido. Era una lista de frases que hablaban de resistir y no
rendirse. Celia las había encontrado en internet, las había copiado con su
letra redonda y las había numerado. Cuando anotó la octava, ya no escribió más.
Se abandonó a la vida, que empuja, aunque sea sin deseo.
«Resiste,
Celia», le decían sus hermanos, como si fuese un ciclista que agonizara
pedaleando montaña arriba para alcanzar el Alpe d’Huez. «Resiste», le repetían,
obstinados en que viviera, en que siguiese viva.
Faltaban
dos días para que mi hermana Lola viajara a Siberia para encontrarse con su
hijo, cuando mis primos llamaron para que acudiéramos al hospital. La muerte de
Celia parecía inminente. Al llegar, Teresa me abrazó, llorando.
-¿Por
qué nos pasa todo a nosotros? -me dijo en el oído.
Durante
las semanas previas al segundo trasplante de médula de Celia, los médicos
habían examinado a sus hermanos. Debían seleccionar al más idóneo para que le
donara células madre. Teresa, la mayor, fue la elegida, pero mientras la
sometían a nuevas pruebas clínicas, descubrieron que tenía un cáncer de pulmón
que había hecho metástasis.
Aguardamos
durante todo el día. Nos resultaba natural estar juntos, nos resultaba natural
turnarnos para pasar a ver a Celia. Parecía una gran muñeca de cartón conectada
a un sinfín de aparatos y horadada por viales, hundida en un sueño
profundísimo. Junto a la cabecera, con la bata, el gorro, las calzas, los
guantes y la mascarilla, estaban Merce, a la izquierda, y su madre, a la
derecha.
-Aguanta,
Celia -le decía Merce, atenta a los monitores que llenaban el cuarto-. Lo estás
haciendo muy bien.
-Haz
vida, mi niña -le suplicaba mi tía, mientras le acariciaba la mano inerte-. Haz
vida.
A
Celia el pecho le subía y le bajaba con ruido de fuelle, impulsado por el
respirador.
Cuando
salí del hospital, ya de noche, las luces de la ciudad proyectaban en el cielo
de diciembre una pantalla blanquecina y opaca, como una catarata en un ojo
ciego. Dentro, en una pequeña y calurosa habitación, mi prima yacía moribunda.
Celia
murió mientras a Lola le ponían en brazos a su hijo por primera vez en una
remota ciudad de Siberia. Su madre y sus hermanos esperaron a que Lola
regresara para echar sus cenizas en la Sierra de Gredos, como habían hecho con
su padre años atrás. Condujimos montaña arriba hasta un mirador. Lánguidos
jirones de niebla se enroscaban en los pinos. Atrás habíamos dejado el pueblo
donde veraneamos todos los primos cuando éramos niños. A nuestro alrededor se
alzaba la sierra azulada y se escuchaba el sonido lejano de un torrente que
caía con fuerza hacia el valle. El río Pelayos discurría veloz entre las
grandes piedras planas donde jugábamos de pequeños. Su agua transparente y
helada llevaría las cenizas de Celia, suspendidas en la corriente como polvo de
estrellas.
Por
la terraza entreabierta del piso de Merce se colaban las voces de la calle y el
aliento frío de la noche.
Celia
nos miraba risueña desde el espejo. Al seleccionar las fotos para el mural,
Merce solo había elegido aquellas en que aparecía sonriendo. A Celia no le
gustaba que la vieran desanimada, abatida.
Liam
sacó un montoncito de hojas de su bolsa y empezó a repartirlas, un folio por
persona:
-Os
he escrito Danny Boy, una canción que es típica en funerales y que también se
cantaba antes, cuando existía la costumbre de velar al difunto en casa.
La
hoja estaba escrita por las dos caras. Liam calló para dejarnos leerla. Debajo
de cada línea en inglés estaba la traducción. Por si a alguien le quedaba
alguna duda, al final de la canción Liam había escrito un apresurado resumen:
«Son
las palabras de una madre irlandesa a su hijo que tiene que ir a la guerra o
emigrar a los EE. UU. mientras que ella se queda en el pueblo. Quiere que
regrese a verla, pero si no llega a tiempo y ella está muerta, que visite su
tumba y rece por ella. Si el hijo le dice que la quiere, ella lo estará
esperando cuando él muera».
Mi
tía separó la vista del pequeño Carlitos y alzó el rostro hacia Liam,
repentinamente atenta.
-¿Lo
habéis leído ya?¿Sí? -preguntó Liam-. Pues ahora vamos a ensayar. Yo canto
primero y luego vosotros repetís detrás de mí.
Se
escucharon algunas risas y del rincón donde los hombres formaban un corro
salieron sarcásticos murmullos. Pero Liam empezó a cantar con su
bonita voz:
Oh Danny boy, the pipes, the pipes are calling
From glen to glen, and down the mountain side
The summer’s gone, and all the roses falling
‘Tis you, ‘tis you must go and I must bide
Tal
como había dicho, cantó la canción solo y luego nos hizo cantar con él
mientras, con determinación y naturalidad, nos corregía y nos hacía repetir.
Antonio se había sentado a mi lado, en el tresillo, y seguía con atención las
indicaciones. Cuando Liam decidió que estábamos preparados, conectó la música,
dijo: one, two, three, nos hizo un gesto decidido con la mano como el director
de un coro y empezó a cantar de nuevo.
Los
demás le seguimos. Al principio cantamos en voz baja, tímidamente, casi
susurrando. Cantábamos sin mirarnos, con los ojos fijos en las hojas y en Liam,
que nos señalaba cuándo debíamos callar y cuándo debíamos entrar sobre la
música. Cantábamos sin saber muy bien qué significaban las palabras que
farfullábamos, pero dejándonos arrastrar por la belleza y la tristeza de la
melodía. Cantábamos como si Liam, con sus ojos azules, nos hubiera hipnotizado.
Algunos de los hombres, algo incómodos, tarareaban.
Cantábamos
y la música hacía menos sólido el mundo en el que estábamos. Éramos una
constelación y nuestras voces trazaban la silueta de Celia sobre nuestra
pequeña esfera celeste. Aunque no entendiéramos lo que decíamos, cantábamos
como si camináramos con suavidad sobre su tumba y ella escuchara nuestras
tenues pisadas. Y, de repente, la música acabó y se hizo el silencio. Sentado
en el suelo, el hijo de Celia nos miró perplejo. Lloraban Teresa y Merce.
Lloraban mi tía y mi primo Vicente. Lloraban los sobrinos de Celia, lloraba mi
madre, llorábamos todos. Con los ojos enrojecidos por el llanto, el marido de
Merce se volvió hacia Liam y sacudió la cabeza:
-¡Serás
cabrón!
Entonces,
el pequeño Carlitos, con expresión desafiante, gritó:
-¡Qué
canción más fea!
Fue
un instante antes de que la luz nos hiciera parpadear y nos secáramos las
lágrimas, levemente confusos y avergonzados.
FIN