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miércoles, 26 de junio de 2024

DANNY BOY Nuria Barrios

 

 


 

El 15 de enero era el cumpleaños de Celia. Su hermana Merce nos llamó un par de semanas antes para invitarnos a la fiesta que iba a organizarle en su casa. Sería una reunión familiar; solo estaríamos su madre, sus hermanos, sus cuñados, sus sobrinos, sus tíos, sus primos y, por supuesto, su hijo, Carlitos. Merce seleccionó fotos de Celia, las amplió y las colocó en el espejo que cubría una de las paredes del salón. Preparó comida, se aseguró de que hubiera suficiente bebida y compró una gran tarta de chuches, la favorita de Celia, con gominolas y nubes de colores.

Cuando llegamos, todas las habitaciones de la casa estaban iluminadas y había un trajín de saludos y besos, abrigos y bolsos para guardar, platos que salían de la cocina y un barullo de voces en el salón.

-Toma, Merce, dos tartas de limón. -Le tendí la gran bolsa de plástico que Antonio, mi marido, había llevado con cuidado en el regazo durante el viaje en coche.

-Gracias, prima. Podéis dejar los abrigos en el dormitorio, es el último cuarto a la izquierda. -Merce señaló el pasillo antes de entrar en la cocina.

Por la puerta abierta, vi cómo colocaba nuestra bolsa en una mesa redonda junto a otras de tamaño similar de las que su marido, Paco, iba sacando croquetas, tortillas de patata, empanada… Merce nos había pedido a todos que lleváramos un plato de comida.

En el salón no cabía un alma.

Mi primo Vicente charlaba con uno de sus cuñados junto a la puerta. Antonio le tendió la mano, que desapareció dentro de la de Vicente. Con sus casi dos metros de estatura y cercano a los doscientos kilos, parecía uno de los colosos de Memnon.

Apenas había espacio libre entre los muebles. Me abrí paso entre primos, hermanos y sobrinos, que hablaban animados. Aunque mi padre y mi tía eran hermanos, los nueve primos éramos físicamente muy distintos, ellos tan altos y corpulentos y nosotros, diminutos. Sin embargo, si prestabas atención, descubrías rizos, narices y hasta delgados colmillos similares. Una misma constelación familiar. E igual que, en la inmensidad del espacio, las estrellas de una constelación pueden estar a cientos de años luz unas de otras, los primos nos queríamos y, al mismo tiempo, éramos completos desconocidos. Habíamos veraneado juntos cuando éramos niños; habíamos ido al mismo colegio; habíamos compartido a los abuelos; habíamos brindado en las bodas; pero, desde hacía tiempo, apenas nos veíamos. De hecho, habían pasado dos años y medio desde la última vez que nos reunimos todos. También en aquella ocasión fue en una fiesta por Celia, para celebrar que los médicos le habían asegurado que no tenía cáncer.

Una semana después, Celia recibió una llamada del hospital: el diagnóstico anterior había sido precipitado. Tenía un linfoma no Hodgkin y, para combatirlo, tuvo que someterse a un trasplante de médula. Cuando salió del hospital, ya curada, se divorció, se cubrió la cabeza calva con turbantes de vivos colores y empezó a buscar trabajo. Ya no llevaba turbante cuando se convirtió en representante de una marca norteamericana de cosméticos. Nos reunió a las primas en casa de mi madre y nos hizo una demostración. Se había teñido los rizos diminutos de un color cuyo nombre yo nunca había oído, «violín», e iba maquillada con esmero. Nos dio unas diademas de plástico rosa para que nos apartáramos el cabello del rostro y nos enseñó a exfoliarnos la cara y las manos antes de mostrarnos sus productos estrella. Iba de una a otra con un espejo en la mano, mientras abría tarros circulares y frasquitos de colores, ligera y risueña como si una alegre música de violines escapara de sus rizos.

Antes de salir de casa para ir a su fiesta de cumpleaños, estrené una de las cremas que le había comprado, una vaselina que prometía aumentar el volumen de los labios. Al extenderla, sentí un cosquilleo que luego desapareció y me dejó la boca levemente enrojecida.

Al fondo del salón, sentada en un tresillo, estaba mi tía. Sobre las rodillas tenía un plato de comida sin tocar. La besé y me senté en el asiento libre que había a su derecha.

-¿Cómo estás?

Ella se encogió de hombros, con expresión ausente.

A su izquierda, mi madre y mi prima Teresa charlaban. Teresa llevaba uno de los vistosos turbantes de su hermana. A Celia, con sus pómulos marcados y sus ojos almendrados, le iban tan bien que la llamábamos La Jequesa. Teresa, más voluminosa, parecía una sultana. Me sonrió y se metió el dedo índice bajo la tela para rascarse.

-¿Te pica? -le preguntó mi madre.

-Una barbaridad. Me está naciendo el pelo y me llevan los demonios con la picazón. A ver cómo crece, espero que no me salgan los mismos rizos que a Celia…

-¡Que no te oiga tu tío Andrés! -replicó mi madre, mientras Teresa se reía con aquella risa contagiosa que tenían también sus hermanas Merce y Celia-. Cuando yo lo conocí, tenía la cabeza llena de caracolillos, y bien guapo que era.

Sonriendo, con un plato de jamón serrano en la mano, mi hermana Lola se acercó a nosotras.

-Se han comido la mitad por el camino, esto es lo que he podido salvar -bromeó, mientras dejaba el jamón sobre la mesa.

El rostro de mi madre se iluminó.

-Hija, saca las fotos de tu niño. Ya veréis lo bonito que es -dijo con orgullo.

Lola sacó el móvil del bolsillo del pantalón y desplazó el dedo sobre la pantalla para localizar a Yuri. Teresa se puso en pie, curiosa por conocer al pequeño.

-¿Cuándo lo traes de Siberia?

-Espero que para verano ya esté aquí. -Mi hermana detuvo por fin el dedo, golpeó levemente la pantalla y apareció un bebé rubio, de piel clara, rostro redondo y ojos negros. El móvil fue pasando de mano en mano.

-¡Ay, qué guapo es! -exclamó mi tía, sonriendo por fin-. Se parece a Carlitos.

Al oír su nombre, el hijo de Celia, que jugaba en el suelo, levantó un instante la cabeza.

-Eso mismo dijo Celia cuando le enseñé la primera foto que me enviaron -asintió Lola.

El nombre de Carlitos sonó de nuevo en el salón, pero esta vez a gritos.

-¡Eh, Carlitos, ven! -En una esquina del cuarto, junto a la puerta, sus tíos le hacían señas para que se acercara. Había empezado a sonar la pegadiza música de Gangnam Style.

Al ver que todos le mirábamos, Carlitos frunció el ceño.

-¡Venga, Carlitos, demuéstrales cómo bailas! -le animó Vicente.

Una sonrisa iluminó la cara del niño, que fue sin protestar hacia donde le reclamaban.

-¡Será bandido! -se rio mi tía.

Nos levantamos para seguirle. Él también aparecía en las fotos que cubrían el espejo como un gran mural. Allí estaba, en brazos de Celia, el día que nació. A sus seis años, tenía la misma cara que entonces. Frente al espejo había un ordenador encendido; en la pantalla saltaba el rechoncho cantante coreano con sus gafas negras. Carlitos extendió los brazos, cruzó una muñeca sobre la otra y empezó a bailar. Con su cuerpo gordezuelo y su cara redonda, parecía una versión diminuta del cantante. Le jaleamos y aplaudimos entre risas y, cuando acabó, se escabulló con sus primos pequeños fuera del salón. Salí detrás de ellos.

Los fumadores se habían refugiado en la cocina y charlaban en torno a la mesa con su cigarrillo y una copa de vino. Pasé de largo hacia los dormitorios. En el pasillo colgaban los retratos de mis abuelos. Los dos sonreían; él, con sombrero ladeado y ella, con peineta y mantilla. La Guapa de Torrijos y El Marqués, como les llamaban en el mercado donde trabajaban. Eran dos fotos pintadas y enmarcadas, tal como se hacía antiguamente. Retocadas y coloreadas con pincel, el photoshop de la época. El fotógrafo les había dado un barniz dorado y parecían brillar como estrellas, las más antiguas de nuestra constelación. Ambos habían muerto de cáncer, aunque cuando hablábamos de mi abuela, que solo había sobrevivido a su marido un año, decíamos siempre que había muerto de pena.

-Son bonitas, ¿eh?

La voz de Lola me devolvió a la luz, las conversaciones, el humo, las risas. No había espacio para lamentaciones aquella noche. Estábamos celebrando una fiesta. Sonreían nuestros muertos y sonreíamos nosotros, charlando, bebiendo y comiendo. Haciendo vida, vivos y muertos.

Lola había levantado su iphone a la altura de los retratos para fotografiarlos.

Del cuarto donde estaban los niños salían los gritos de una pelea. Merce se apresuró a abrir la puerta:

-¿Qué pasa aquí? ¡Venga, todos fuera, que vamos a soplar las velas!

Los niños corrieron al salón justo para ver cómo colocaban sobre la mesa grande la tarta de chuches, con sus flores azucaradas de colores y los palos rojos de regaliz. Encima había dos velas encendidas con la cifra 43. En el ordenador sonaba ahora Camarón.

Merce y Paco trajeron copas para brindar, pero aún no habían descorchado el champán cuando mi cuñado Liam extrajo de una bolsa un micrófono y un altavoz que enchufó a una de las tomas que había en la pared.

-Hello, hello, hola, hola -dijo y sopló en el micrófono, pero este no sonaba. Tras varios minutos tocando clavijas y conexiones, Liam retiró el micrófono y se dirigió a nosotros-: No importa, me oís bien, ¿verdad?

Todos lo mirábamos con curiosidad. No sabíamos muy bien qué iba a suceder, pero Liam es inglés y a los ingleses se les concede siempre el crédito de la excentricidad. Solo mi tía no le prestaba atención, pendiente de Carlitos y sus primos pequeños, que jugaban en el suelo con los platos de tarta a medio comer abandonados sobre la alfombra. «Mi niño», musitó.

Liam alzó ligeramente la voz para que todos lo escucháramos con claridad:

-Hoy nos hemos reunido para rendir homenaje a Celia.

Un súbito silencio se hizo en la habitación. La pantalla del ordenador parpadeaba encendida, pero ahora sin sonido.

-Aunque yo nací en Londres -continuó Liam-, mis padres son de Irlanda y allí es tradición que cuando alguien muere, la familia y los amigos se reúnan para cantar y beber. Bueno -se rio-, los irlandeses bebemos mucho.

El acento inglés de Liam y su actitud afable y jovial daban a sus palabras un tono casi infantil e inofensivo y todos nos reímos con él. Mi prima Teresa se colocó el turbante, que, con la risa, había resbalado hacia atrás dejando al descubierto la piel desnuda del cráneo.

Liam era el primero en mencionar en voz alta la muerte de Celia. Miré a hurtadillas a mi tía, la única que iba vestida de negro. Hacía apenas un mes que su hija pequeña había muerto. Ella no se reía.

 

Un año después del trasplante de médula, a Celia le empezó a picar la piel. El linfoma había reaparecido y ella ingresó de nuevo en la Unidad de Trasplantes de Médula Ósea del hospital Gregorio Marañón. Los médicos le advirtieron que las posibilidades de sobrevivir a la segunda operación eran muy pequeñas. Celia firmó el consentimiento e inició el tratamiento como quien se adentra en un espacio de ceniza y oscuridades. En los ratos en que se quedaba sola en su habitación, escribía con un bolígrafo azul en una hoja cuadriculada suelta, que luego escondía en el cajón de la mesilla. Cuando entró en coma, sus hermanos tomaron el relevo de su lucha. Habían encontrado la cuartilla y leído con emoción su contenido. Era una lista de frases que hablaban de resistir y no rendirse. Celia las había encontrado en internet, las había copiado con su letra redonda y las había numerado. Cuando anotó la octava, ya no escribió más. Se abandonó a la vida, que empuja, aunque sea sin deseo.

«Resiste, Celia», le decían sus hermanos, como si fuese un ciclista que agonizara pedaleando montaña arriba para alcanzar el Alpe d’Huez. «Resiste», le repetían, obstinados en que viviera, en que siguiese viva.

Faltaban dos días para que mi hermana Lola viajara a Siberia para encontrarse con su hijo, cuando mis primos llamaron para que acudiéramos al hospital. La muerte de Celia parecía inminente. Al llegar, Teresa me abrazó, llorando.

-¿Por qué nos pasa todo a nosotros? -me dijo en el oído.

Durante las semanas previas al segundo trasplante de médula de Celia, los médicos habían examinado a sus hermanos. Debían seleccionar al más idóneo para que le donara células madre. Teresa, la mayor, fue la elegida, pero mientras la sometían a nuevas pruebas clínicas, descubrieron que tenía un cáncer de pulmón que había hecho metástasis.

Aguardamos durante todo el día. Nos resultaba natural estar juntos, nos resultaba natural turnarnos para pasar a ver a Celia. Parecía una gran muñeca de cartón conectada a un sinfín de aparatos y horadada por viales, hundida en un sueño profundísimo. Junto a la cabecera, con la bata, el gorro, las calzas, los guantes y la mascarilla, estaban Merce, a la izquierda, y su madre, a la derecha.

-Aguanta, Celia -le decía Merce, atenta a los monitores que llenaban el cuarto-. Lo estás haciendo muy bien.

-Haz vida, mi niña -le suplicaba mi tía, mientras le acariciaba la mano inerte-. Haz vida.

A Celia el pecho le subía y le bajaba con ruido de fuelle, impulsado por el respirador.

Cuando salí del hospital, ya de noche, las luces de la ciudad proyectaban en el cielo de diciembre una pantalla blanquecina y opaca, como una catarata en un ojo ciego. Dentro, en una pequeña y calurosa habitación, mi prima yacía moribunda.

Celia murió mientras a Lola le ponían en brazos a su hijo por primera vez en una remota ciudad de Siberia. Su madre y sus hermanos esperaron a que Lola regresara para echar sus cenizas en la Sierra de Gredos, como habían hecho con su padre años atrás. Condujimos montaña arriba hasta un mirador. Lánguidos jirones de niebla se enroscaban en los pinos. Atrás habíamos dejado el pueblo donde veraneamos todos los primos cuando éramos niños. A nuestro alrededor se alzaba la sierra azulada y se escuchaba el sonido lejano de un torrente que caía con fuerza hacia el valle. El río Pelayos discurría veloz entre las grandes piedras planas donde jugábamos de pequeños. Su agua transparente y helada llevaría las cenizas de Celia, suspendidas en la corriente como polvo de estrellas.

Por la terraza entreabierta del piso de Merce se colaban las voces de la calle y el aliento frío de la noche.

Celia nos miraba risueña desde el espejo. Al seleccionar las fotos para el mural, Merce solo había elegido aquellas en que aparecía sonriendo. A Celia no le gustaba que la vieran desanimada, abatida.

Liam sacó un montoncito de hojas de su bolsa y empezó a repartirlas, un folio por persona:

-Os he escrito Danny Boy, una canción que es típica en funerales y que también se cantaba antes, cuando existía la costumbre de velar al difunto en casa.

La hoja estaba escrita por las dos caras. Liam calló para dejarnos leerla. Debajo de cada línea en inglés estaba la traducción. Por si a alguien le quedaba alguna duda, al final de la canción Liam había escrito un apresurado resumen:

«Son las palabras de una madre irlandesa a su hijo que tiene que ir a la guerra o emigrar a los EE. UU. mientras que ella se queda en el pueblo. Quiere que regrese a verla, pero si no llega a tiempo y ella está muerta, que visite su tumba y rece por ella. Si el hijo le dice que la quiere, ella lo estará esperando cuando él muera».

Mi tía separó la vista del pequeño Carlitos y alzó el rostro hacia Liam, repentinamente atenta.

-¿Lo habéis leído ya?¿Sí? -preguntó Liam-. Pues ahora vamos a ensayar. Yo canto primero y luego vosotros repetís detrás de mí.

Se escucharon algunas risas y del rincón donde los hombres formaban un corro salieron sarcásticos murmullos. Pero Liam empezó a cantar con su bonita voz:

Oh Danny boy, the pipes, the pipes are calling

From glen to glen, and down the mountain side

The summer’s gone, and all the roses falling

‘Tis you, ‘tis you must go and I must bide

Tal como había dicho, cantó la canción solo y luego nos hizo cantar con él mientras, con determinación y naturalidad, nos corregía y nos hacía repetir. Antonio se había sentado a mi lado, en el tresillo, y seguía con atención las indicaciones. Cuando Liam decidió que estábamos preparados, conectó la música, dijo: one, two, three, nos hizo un gesto decidido con la mano como el director de un coro y empezó a cantar de nuevo.

Los demás le seguimos. Al principio cantamos en voz baja, tímidamente, casi susurrando. Cantábamos sin mirarnos, con los ojos fijos en las hojas y en Liam, que nos señalaba cuándo debíamos callar y cuándo debíamos entrar sobre la música. Cantábamos sin saber muy bien qué significaban las palabras que farfullábamos, pero dejándonos arrastrar por la belleza y la tristeza de la melodía. Cantábamos como si Liam, con sus ojos azules, nos hubiera hipnotizado. Algunos de los hombres, algo incómodos, tarareaban.

Cantábamos y la música hacía menos sólido el mundo en el que estábamos. Éramos una constelación y nuestras voces trazaban la silueta de Celia sobre nuestra pequeña esfera celeste. Aunque no entendiéramos lo que decíamos, cantábamos como si camináramos con suavidad sobre su tumba y ella escuchara nuestras tenues pisadas. Y, de repente, la música acabó y se hizo el silencio. Sentado en el suelo, el hijo de Celia nos miró perplejo. Lloraban Teresa y Merce. Lloraban mi tía y mi primo Vicente. Lloraban los sobrinos de Celia, lloraba mi madre, llorábamos todos. Con los ojos enrojecidos por el llanto, el marido de Merce se volvió hacia Liam y sacudió la cabeza:

-¡Serás cabrón!

Entonces, el pequeño Carlitos, con expresión desafiante, gritó:

-¡Qué canción más fea!

Fue un instante antes de que la luz nos hiciera parpadear y nos secáramos las lágrimas, levemente confusos y avergonzados.

 

FIN

 


lunes, 17 de junio de 2024

Analfabetismo digital







El texto de Manuel Vicent es una reflexión sobre cómo la tecnología informática está transformando a las personas mayores en analfabetos digitales. El autor se compara con un viejo campesino iletrado o un soldado del cuartel que sudaba y jadeaba al escribir una frase correcta. El autor también menciona que la incultura digital nos reserva todavía alguna ventaja, como estar libre de la tiranía y la basura de las redes, y sentirse en cierto modo incontaminado, feliz de no tener aplicaciones y de manejar las cuatro reglas del ordenador como un juguete de niño, con la agradable sensación de vivir flotando al margen ya de la historia .


En mi opinión, el autor presenta una visión interesante sobre el impacto de la tecnología en nuestra vida diaria. El texto es fácil de leer y está bien estructurado. El autor utiliza una comparación efectiva para ilustrar su punto de vista, lo que hace que el texto sea más accesible para el lector. Además, el autor presenta una opinión equilibrada sobre el tema, reconociendo tanto los beneficios como los inconvenientes de la tecnología.


Sin embargo, me gustaría señalar que el autor no profundiza lo suficiente en los problemas que plantea. Aunque menciona algunos de los inconvenientes de la tecnología, como la tiranía y la basura de las redes, no proporciona suficientes detalles sobre estos temas. Además, aunque el autor menciona que la incultura digital nos reserva todavía alguna ventaja, no explica claramente cuáles son estas ventajas.


En general, creo que el texto es interesante y bien escrito, pero podría haber sido más detallado en su análisis. El autor presenta una opinión equilibrada sobre el tema, pero podría haber profundizado más en los problemas que plantea.