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viernes, 21 de marzo de 2025

El Conflicto Árabe - Israelí Versión Kindle de Paya Frank (Autor)

 


El conflicto árabe-israelí es un largo y complejo conflicto que ha existido desde la creación del estado de Israel en 1948. El conflicto se refiere a las disputas territoriales, políticas y religiosas entre los países árabes y el estado de Israel.

El origen del conflicto se remonta a la migración judía a Palestina durante el siglo XIX y principios del XX, que fue seguida por la declaración de independencia de Israel en 1948. Esto llevó a la expulsión de muchos palestinos de sus hogares y a la creación de un gran número de refugiados palestinos.

Desde entonces, ha habido varias guerras y conflictos entre Israel y sus vecinos árabes, incluyendo Egipto, Siria, Jordania, Líbano e Irak. El conflicto ha involucrado tanto enfrentamientos militares como negociaciones diplomáticas, y ha sido un tema clave en la política internacional durante décadas.

Las principales cuestiones en el conflicto incluyen la soberanía y la delimitación de las fronteras, la situación de los refugiados palestinos, la seguridad de Israel y la ocupación israelí de los territorios palestinos. A pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional para resolver el conflicto, sigue siendo uno de los más difíciles y persistentes del mundo.

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miércoles, 12 de febrero de 2025

Manual para combatir la desinformación

 


lunes, 3 de febrero de 2025

1984 George Orwell

 

En el amor y en la guerra (La catedral del mar 3) Versión Kindle

 




Vuelve Ildefonso Falcones con su novela más esperada.

Vuelve la emoción de la mejor literatura.

Vuelve la saga de La catedral del mar.



11 millones de ejemplares vendidos.



Veinte años después del arrollador éxito de La catedral del mar, Ildefonso Falcones presenta la nueva entrega de la saga de novela histórica más leída de nuestro tiempo.

UN MUNDO A PUNTO DE CAMBIAR PARA SIEMPRE. UN HOMBRE MARCADO POR LA FUERZA DE SU LINAJE. UNA HISTORIA DE AMOR, LEALTAD Y VENGANZA.

En el año 2006, un entonces desconocido Ildefonso Falcones protagonizó el mayor fenómeno editorial de la novela histórica en España con su obra maestra, La catedral del mar. Diez años después, llegaba a manos de los lectores su apasionante continuación, Los herederos de la tierra, que volvió a batir récords de ventas. Ahora que se cumple casi una década más, Grijalbo presenta el lanzamiento de la tercera entrega de una saga imprescindible para todos los amantes de la mejor novela histórica.

1442. Arnau Estanyol, nieto del protagonista de La catedral del mar, sirve con fervor al rey de Aragón en la conquista de Nápoles cuando los enemigos eternos de la familia aprovechan su ausencia para irrumpir en su palacio y atacar a su hijastra, la joven Marina, con consecuencias devastadoras para todos. Así arranca una deslumbrante novela épica que recorre la segunda mitad del siglo XV, unos años que supusieron el final del oscurantismo medieval y el inicio de un periodo más luminoso, el Renacimiento. Arnau Estanyol, descendiente de esos años oscuros, verá cómo el mundo se transforma a su alrededor, cómo cambia el arte de la guerra y cómo el amor es capaz de transformar el corazón más endurecido.

La crítica ha dicho…

«Ildefonso Falcones es el rey de la novela histórica.»
La Vanguardia

«Falcones es uno de esos contados narradores a los que el éxito acompaña siempre.»
ABC

«Ojalá todos los best sellers fueran como este.»
El Mundo

miércoles, 15 de enero de 2025

Paloma Sanchez Garnica .- Victoria {Premio Planeta 2024}

 


 


Se enfrentaron al horror y lucharon contra la injusticia. Pero nada reconcilia más que el amor.

Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, en un Berlín arrasado y sin futuro aparente, Victoria sobrevive cantando cada noche en el club Kassandra. Pese a tener una mente prodigiosa, capaz de crear un poderoso sistema de cifrado de mensajes, su hija Hedy y su hermana Rebecca dependen de ese mísero sueldo para sobrevivir. Un chantaje sin escrúpulos por parte de los rusos obligará a Victoria a viajar sola a Estados Unidos, donde, sin embargo, disfrutará del amor incondicional del capitán Norton. Allí descubrirá que la que parecía la sociedad más democrática del mundo esconde una rancia capa de racismo e injusticias de la mano del Ku Klux Klan y el senador McCarthy.

Una novela grandiosa en la que los resentimientos, el dolor de la pérdida y las decisiones difíciles serán superados gracias al coraje de unos personajes que luchan firmemente por defender lo que más aman.

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Beatriz Serrano .- Fuego en la Garganta {Finalista Premio Planeta 2024}

 


 


«Todo parecía ir bien, pero Blanca sabía que nada iba bien en realidad». Una novela generacional, fresca y mordaz.

Una mañana de 1993, la vida de Blanca se rompe cuando su padre le anuncia que su madre no regresará. A partir de entonces, Blanca teme que pueda tener un don insólito: la capacidad de obrar milagros, aunque el primero sea provocar la muerte de una niña que se burla de su situación familiar. Con el peso de la culpa sobre sus hombros y las ansiedades propias del abandono, Blanca busca en internet personas con las que hablar y conecta con un grupo de chicas que también se encuentran solas y perdidas. Unidas por la fascinación que sienten por Charles y Marilyn Manson, Joy Division y su gusto por vestir de negro, Blanca encuentra en ellas a su familia elegida.

Fuego en la garganta recorre la infancia y la adolescencia de una chica que no encuentra su lugar en el mundo. Una aventura que se trasladará de las pantallas a un mundo real en el que habitan padres ausentes, héroes inesperados, monjas, tecnófobos y jipis del sur de España.


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jueves, 7 de noviembre de 2024

Paya Frank .- El Siglo XIX El Despertad de la Educación Española

 



Imagen diseñada por Paya Frank

"Siglo XIX: El Despertar de la Educación Española" explora un período crucial de transformación y modernización en la educación en España. Desde las sombras de la Ilustración hasta los albores del siglo XX, esta obra narra los retos, reformas y revoluciones que forjaron el sistema educativo español. A través de personajes emblemáticos, debates apasionados y políticas innovadoras, el libro desentraña cómo la educación se convirtió en un pilar esencial para el desarrollo y la identidad nacional. Una lectura indispensable para comprender cómo la enseñanza y el aprendizaje moldearon una nación en plena metamorfosis.

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lunes, 2 de septiembre de 2024

Gabriel García Márquez .- Cien años de soledad

 




1967. En Buenos Aires aparece la novela de un escritor colombiano de cuarenta años. No queda hoy lengua literaria a la que no haya sido traducida. "Cien años de soledad" no sólo cautiva a los lectores de cualquier condición: su impulso poderoso ha levantado las letras castellanas de todo un continente. Desvelar la magia de su prosa, acotar las arenas movedizas de su particular quehacer literario son tareas tan imposibles como dañinas; sí agradecerá el lector, en cambio, la aclaración de ciertas alusiones, la comprobación de la densidad que subyace a un texto aparentemente diáfano. No nos engañemos: son millones las páginas que han engendrado las de la novela, pero ante ella al lector no le queda otra actitud que la misma lectura devoradora y deslumbrada del último de los Aurelianos.


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viernes, 5 de julio de 2024

Pablo Tapias Cantos .- Domina ChatGPT

 



Pablo Tapias Cantos

Domina ChatGPT en 3 días: La guía definitiva para potenciar tu eficiencia y destacarte en el mundo digital

¿Buscas sacarle el máximo provecho a ChatGPT? ¿Quieres dominar esta revolucionaria herramienta de IA en tiempo récord? Entonces este es tu libro.

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Enlace de la Guía 


miércoles, 26 de junio de 2024

DANNY BOY Nuria Barrios

 

 


 

El 15 de enero era el cumpleaños de Celia. Su hermana Merce nos llamó un par de semanas antes para invitarnos a la fiesta que iba a organizarle en su casa. Sería una reunión familiar; solo estaríamos su madre, sus hermanos, sus cuñados, sus sobrinos, sus tíos, sus primos y, por supuesto, su hijo, Carlitos. Merce seleccionó fotos de Celia, las amplió y las colocó en el espejo que cubría una de las paredes del salón. Preparó comida, se aseguró de que hubiera suficiente bebida y compró una gran tarta de chuches, la favorita de Celia, con gominolas y nubes de colores.

Cuando llegamos, todas las habitaciones de la casa estaban iluminadas y había un trajín de saludos y besos, abrigos y bolsos para guardar, platos que salían de la cocina y un barullo de voces en el salón.

-Toma, Merce, dos tartas de limón. -Le tendí la gran bolsa de plástico que Antonio, mi marido, había llevado con cuidado en el regazo durante el viaje en coche.

-Gracias, prima. Podéis dejar los abrigos en el dormitorio, es el último cuarto a la izquierda. -Merce señaló el pasillo antes de entrar en la cocina.

Por la puerta abierta, vi cómo colocaba nuestra bolsa en una mesa redonda junto a otras de tamaño similar de las que su marido, Paco, iba sacando croquetas, tortillas de patata, empanada… Merce nos había pedido a todos que lleváramos un plato de comida.

En el salón no cabía un alma.

Mi primo Vicente charlaba con uno de sus cuñados junto a la puerta. Antonio le tendió la mano, que desapareció dentro de la de Vicente. Con sus casi dos metros de estatura y cercano a los doscientos kilos, parecía uno de los colosos de Memnon.

Apenas había espacio libre entre los muebles. Me abrí paso entre primos, hermanos y sobrinos, que hablaban animados. Aunque mi padre y mi tía eran hermanos, los nueve primos éramos físicamente muy distintos, ellos tan altos y corpulentos y nosotros, diminutos. Sin embargo, si prestabas atención, descubrías rizos, narices y hasta delgados colmillos similares. Una misma constelación familiar. E igual que, en la inmensidad del espacio, las estrellas de una constelación pueden estar a cientos de años luz unas de otras, los primos nos queríamos y, al mismo tiempo, éramos completos desconocidos. Habíamos veraneado juntos cuando éramos niños; habíamos ido al mismo colegio; habíamos compartido a los abuelos; habíamos brindado en las bodas; pero, desde hacía tiempo, apenas nos veíamos. De hecho, habían pasado dos años y medio desde la última vez que nos reunimos todos. También en aquella ocasión fue en una fiesta por Celia, para celebrar que los médicos le habían asegurado que no tenía cáncer.

Una semana después, Celia recibió una llamada del hospital: el diagnóstico anterior había sido precipitado. Tenía un linfoma no Hodgkin y, para combatirlo, tuvo que someterse a un trasplante de médula. Cuando salió del hospital, ya curada, se divorció, se cubrió la cabeza calva con turbantes de vivos colores y empezó a buscar trabajo. Ya no llevaba turbante cuando se convirtió en representante de una marca norteamericana de cosméticos. Nos reunió a las primas en casa de mi madre y nos hizo una demostración. Se había teñido los rizos diminutos de un color cuyo nombre yo nunca había oído, «violín», e iba maquillada con esmero. Nos dio unas diademas de plástico rosa para que nos apartáramos el cabello del rostro y nos enseñó a exfoliarnos la cara y las manos antes de mostrarnos sus productos estrella. Iba de una a otra con un espejo en la mano, mientras abría tarros circulares y frasquitos de colores, ligera y risueña como si una alegre música de violines escapara de sus rizos.

Antes de salir de casa para ir a su fiesta de cumpleaños, estrené una de las cremas que le había comprado, una vaselina que prometía aumentar el volumen de los labios. Al extenderla, sentí un cosquilleo que luego desapareció y me dejó la boca levemente enrojecida.

Al fondo del salón, sentada en un tresillo, estaba mi tía. Sobre las rodillas tenía un plato de comida sin tocar. La besé y me senté en el asiento libre que había a su derecha.

-¿Cómo estás?

Ella se encogió de hombros, con expresión ausente.

A su izquierda, mi madre y mi prima Teresa charlaban. Teresa llevaba uno de los vistosos turbantes de su hermana. A Celia, con sus pómulos marcados y sus ojos almendrados, le iban tan bien que la llamábamos La Jequesa. Teresa, más voluminosa, parecía una sultana. Me sonrió y se metió el dedo índice bajo la tela para rascarse.

-¿Te pica? -le preguntó mi madre.

-Una barbaridad. Me está naciendo el pelo y me llevan los demonios con la picazón. A ver cómo crece, espero que no me salgan los mismos rizos que a Celia…

-¡Que no te oiga tu tío Andrés! -replicó mi madre, mientras Teresa se reía con aquella risa contagiosa que tenían también sus hermanas Merce y Celia-. Cuando yo lo conocí, tenía la cabeza llena de caracolillos, y bien guapo que era.

Sonriendo, con un plato de jamón serrano en la mano, mi hermana Lola se acercó a nosotras.

-Se han comido la mitad por el camino, esto es lo que he podido salvar -bromeó, mientras dejaba el jamón sobre la mesa.

El rostro de mi madre se iluminó.

-Hija, saca las fotos de tu niño. Ya veréis lo bonito que es -dijo con orgullo.

Lola sacó el móvil del bolsillo del pantalón y desplazó el dedo sobre la pantalla para localizar a Yuri. Teresa se puso en pie, curiosa por conocer al pequeño.

-¿Cuándo lo traes de Siberia?

-Espero que para verano ya esté aquí. -Mi hermana detuvo por fin el dedo, golpeó levemente la pantalla y apareció un bebé rubio, de piel clara, rostro redondo y ojos negros. El móvil fue pasando de mano en mano.

-¡Ay, qué guapo es! -exclamó mi tía, sonriendo por fin-. Se parece a Carlitos.

Al oír su nombre, el hijo de Celia, que jugaba en el suelo, levantó un instante la cabeza.

-Eso mismo dijo Celia cuando le enseñé la primera foto que me enviaron -asintió Lola.

El nombre de Carlitos sonó de nuevo en el salón, pero esta vez a gritos.

-¡Eh, Carlitos, ven! -En una esquina del cuarto, junto a la puerta, sus tíos le hacían señas para que se acercara. Había empezado a sonar la pegadiza música de Gangnam Style.

Al ver que todos le mirábamos, Carlitos frunció el ceño.

-¡Venga, Carlitos, demuéstrales cómo bailas! -le animó Vicente.

Una sonrisa iluminó la cara del niño, que fue sin protestar hacia donde le reclamaban.

-¡Será bandido! -se rio mi tía.

Nos levantamos para seguirle. Él también aparecía en las fotos que cubrían el espejo como un gran mural. Allí estaba, en brazos de Celia, el día que nació. A sus seis años, tenía la misma cara que entonces. Frente al espejo había un ordenador encendido; en la pantalla saltaba el rechoncho cantante coreano con sus gafas negras. Carlitos extendió los brazos, cruzó una muñeca sobre la otra y empezó a bailar. Con su cuerpo gordezuelo y su cara redonda, parecía una versión diminuta del cantante. Le jaleamos y aplaudimos entre risas y, cuando acabó, se escabulló con sus primos pequeños fuera del salón. Salí detrás de ellos.

Los fumadores se habían refugiado en la cocina y charlaban en torno a la mesa con su cigarrillo y una copa de vino. Pasé de largo hacia los dormitorios. En el pasillo colgaban los retratos de mis abuelos. Los dos sonreían; él, con sombrero ladeado y ella, con peineta y mantilla. La Guapa de Torrijos y El Marqués, como les llamaban en el mercado donde trabajaban. Eran dos fotos pintadas y enmarcadas, tal como se hacía antiguamente. Retocadas y coloreadas con pincel, el photoshop de la época. El fotógrafo les había dado un barniz dorado y parecían brillar como estrellas, las más antiguas de nuestra constelación. Ambos habían muerto de cáncer, aunque cuando hablábamos de mi abuela, que solo había sobrevivido a su marido un año, decíamos siempre que había muerto de pena.

-Son bonitas, ¿eh?

La voz de Lola me devolvió a la luz, las conversaciones, el humo, las risas. No había espacio para lamentaciones aquella noche. Estábamos celebrando una fiesta. Sonreían nuestros muertos y sonreíamos nosotros, charlando, bebiendo y comiendo. Haciendo vida, vivos y muertos.

Lola había levantado su iphone a la altura de los retratos para fotografiarlos.

Del cuarto donde estaban los niños salían los gritos de una pelea. Merce se apresuró a abrir la puerta:

-¿Qué pasa aquí? ¡Venga, todos fuera, que vamos a soplar las velas!

Los niños corrieron al salón justo para ver cómo colocaban sobre la mesa grande la tarta de chuches, con sus flores azucaradas de colores y los palos rojos de regaliz. Encima había dos velas encendidas con la cifra 43. En el ordenador sonaba ahora Camarón.

Merce y Paco trajeron copas para brindar, pero aún no habían descorchado el champán cuando mi cuñado Liam extrajo de una bolsa un micrófono y un altavoz que enchufó a una de las tomas que había en la pared.

-Hello, hello, hola, hola -dijo y sopló en el micrófono, pero este no sonaba. Tras varios minutos tocando clavijas y conexiones, Liam retiró el micrófono y se dirigió a nosotros-: No importa, me oís bien, ¿verdad?

Todos lo mirábamos con curiosidad. No sabíamos muy bien qué iba a suceder, pero Liam es inglés y a los ingleses se les concede siempre el crédito de la excentricidad. Solo mi tía no le prestaba atención, pendiente de Carlitos y sus primos pequeños, que jugaban en el suelo con los platos de tarta a medio comer abandonados sobre la alfombra. «Mi niño», musitó.

Liam alzó ligeramente la voz para que todos lo escucháramos con claridad:

-Hoy nos hemos reunido para rendir homenaje a Celia.

Un súbito silencio se hizo en la habitación. La pantalla del ordenador parpadeaba encendida, pero ahora sin sonido.

-Aunque yo nací en Londres -continuó Liam-, mis padres son de Irlanda y allí es tradición que cuando alguien muere, la familia y los amigos se reúnan para cantar y beber. Bueno -se rio-, los irlandeses bebemos mucho.

El acento inglés de Liam y su actitud afable y jovial daban a sus palabras un tono casi infantil e inofensivo y todos nos reímos con él. Mi prima Teresa se colocó el turbante, que, con la risa, había resbalado hacia atrás dejando al descubierto la piel desnuda del cráneo.

Liam era el primero en mencionar en voz alta la muerte de Celia. Miré a hurtadillas a mi tía, la única que iba vestida de negro. Hacía apenas un mes que su hija pequeña había muerto. Ella no se reía.

 

Un año después del trasplante de médula, a Celia le empezó a picar la piel. El linfoma había reaparecido y ella ingresó de nuevo en la Unidad de Trasplantes de Médula Ósea del hospital Gregorio Marañón. Los médicos le advirtieron que las posibilidades de sobrevivir a la segunda operación eran muy pequeñas. Celia firmó el consentimiento e inició el tratamiento como quien se adentra en un espacio de ceniza y oscuridades. En los ratos en que se quedaba sola en su habitación, escribía con un bolígrafo azul en una hoja cuadriculada suelta, que luego escondía en el cajón de la mesilla. Cuando entró en coma, sus hermanos tomaron el relevo de su lucha. Habían encontrado la cuartilla y leído con emoción su contenido. Era una lista de frases que hablaban de resistir y no rendirse. Celia las había encontrado en internet, las había copiado con su letra redonda y las había numerado. Cuando anotó la octava, ya no escribió más. Se abandonó a la vida, que empuja, aunque sea sin deseo.

«Resiste, Celia», le decían sus hermanos, como si fuese un ciclista que agonizara pedaleando montaña arriba para alcanzar el Alpe d’Huez. «Resiste», le repetían, obstinados en que viviera, en que siguiese viva.

Faltaban dos días para que mi hermana Lola viajara a Siberia para encontrarse con su hijo, cuando mis primos llamaron para que acudiéramos al hospital. La muerte de Celia parecía inminente. Al llegar, Teresa me abrazó, llorando.

-¿Por qué nos pasa todo a nosotros? -me dijo en el oído.

Durante las semanas previas al segundo trasplante de médula de Celia, los médicos habían examinado a sus hermanos. Debían seleccionar al más idóneo para que le donara células madre. Teresa, la mayor, fue la elegida, pero mientras la sometían a nuevas pruebas clínicas, descubrieron que tenía un cáncer de pulmón que había hecho metástasis.

Aguardamos durante todo el día. Nos resultaba natural estar juntos, nos resultaba natural turnarnos para pasar a ver a Celia. Parecía una gran muñeca de cartón conectada a un sinfín de aparatos y horadada por viales, hundida en un sueño profundísimo. Junto a la cabecera, con la bata, el gorro, las calzas, los guantes y la mascarilla, estaban Merce, a la izquierda, y su madre, a la derecha.

-Aguanta, Celia -le decía Merce, atenta a los monitores que llenaban el cuarto-. Lo estás haciendo muy bien.

-Haz vida, mi niña -le suplicaba mi tía, mientras le acariciaba la mano inerte-. Haz vida.

A Celia el pecho le subía y le bajaba con ruido de fuelle, impulsado por el respirador.

Cuando salí del hospital, ya de noche, las luces de la ciudad proyectaban en el cielo de diciembre una pantalla blanquecina y opaca, como una catarata en un ojo ciego. Dentro, en una pequeña y calurosa habitación, mi prima yacía moribunda.

Celia murió mientras a Lola le ponían en brazos a su hijo por primera vez en una remota ciudad de Siberia. Su madre y sus hermanos esperaron a que Lola regresara para echar sus cenizas en la Sierra de Gredos, como habían hecho con su padre años atrás. Condujimos montaña arriba hasta un mirador. Lánguidos jirones de niebla se enroscaban en los pinos. Atrás habíamos dejado el pueblo donde veraneamos todos los primos cuando éramos niños. A nuestro alrededor se alzaba la sierra azulada y se escuchaba el sonido lejano de un torrente que caía con fuerza hacia el valle. El río Pelayos discurría veloz entre las grandes piedras planas donde jugábamos de pequeños. Su agua transparente y helada llevaría las cenizas de Celia, suspendidas en la corriente como polvo de estrellas.

Por la terraza entreabierta del piso de Merce se colaban las voces de la calle y el aliento frío de la noche.

Celia nos miraba risueña desde el espejo. Al seleccionar las fotos para el mural, Merce solo había elegido aquellas en que aparecía sonriendo. A Celia no le gustaba que la vieran desanimada, abatida.

Liam sacó un montoncito de hojas de su bolsa y empezó a repartirlas, un folio por persona:

-Os he escrito Danny Boy, una canción que es típica en funerales y que también se cantaba antes, cuando existía la costumbre de velar al difunto en casa.

La hoja estaba escrita por las dos caras. Liam calló para dejarnos leerla. Debajo de cada línea en inglés estaba la traducción. Por si a alguien le quedaba alguna duda, al final de la canción Liam había escrito un apresurado resumen:

«Son las palabras de una madre irlandesa a su hijo que tiene que ir a la guerra o emigrar a los EE. UU. mientras que ella se queda en el pueblo. Quiere que regrese a verla, pero si no llega a tiempo y ella está muerta, que visite su tumba y rece por ella. Si el hijo le dice que la quiere, ella lo estará esperando cuando él muera».

Mi tía separó la vista del pequeño Carlitos y alzó el rostro hacia Liam, repentinamente atenta.

-¿Lo habéis leído ya?¿Sí? -preguntó Liam-. Pues ahora vamos a ensayar. Yo canto primero y luego vosotros repetís detrás de mí.

Se escucharon algunas risas y del rincón donde los hombres formaban un corro salieron sarcásticos murmullos. Pero Liam empezó a cantar con su bonita voz:

Oh Danny boy, the pipes, the pipes are calling

From glen to glen, and down the mountain side

The summer’s gone, and all the roses falling

‘Tis you, ‘tis you must go and I must bide

Tal como había dicho, cantó la canción solo y luego nos hizo cantar con él mientras, con determinación y naturalidad, nos corregía y nos hacía repetir. Antonio se había sentado a mi lado, en el tresillo, y seguía con atención las indicaciones. Cuando Liam decidió que estábamos preparados, conectó la música, dijo: one, two, three, nos hizo un gesto decidido con la mano como el director de un coro y empezó a cantar de nuevo.

Los demás le seguimos. Al principio cantamos en voz baja, tímidamente, casi susurrando. Cantábamos sin mirarnos, con los ojos fijos en las hojas y en Liam, que nos señalaba cuándo debíamos callar y cuándo debíamos entrar sobre la música. Cantábamos sin saber muy bien qué significaban las palabras que farfullábamos, pero dejándonos arrastrar por la belleza y la tristeza de la melodía. Cantábamos como si Liam, con sus ojos azules, nos hubiera hipnotizado. Algunos de los hombres, algo incómodos, tarareaban.

Cantábamos y la música hacía menos sólido el mundo en el que estábamos. Éramos una constelación y nuestras voces trazaban la silueta de Celia sobre nuestra pequeña esfera celeste. Aunque no entendiéramos lo que decíamos, cantábamos como si camináramos con suavidad sobre su tumba y ella escuchara nuestras tenues pisadas. Y, de repente, la música acabó y se hizo el silencio. Sentado en el suelo, el hijo de Celia nos miró perplejo. Lloraban Teresa y Merce. Lloraban mi tía y mi primo Vicente. Lloraban los sobrinos de Celia, lloraba mi madre, llorábamos todos. Con los ojos enrojecidos por el llanto, el marido de Merce se volvió hacia Liam y sacudió la cabeza:

-¡Serás cabrón!

Entonces, el pequeño Carlitos, con expresión desafiante, gritó:

-¡Qué canción más fea!

Fue un instante antes de que la luz nos hiciera parpadear y nos secáramos las lágrimas, levemente confusos y avergonzados.

 

FIN

 


martes, 25 de junio de 2024

Los Judíos en el Reino de Valencia

 

                Los Judíos en el Reino de Valencia

 




                                                   Doc en PDF de la Universidad de Alicante

                                                       historia-medieval15.indd (ua.es)

lunes, 6 de junio de 2022